Sun Axelsson: Eldens vagga (1965)

La cuna del fuego (Eldens vagga, 1962, 1965), publicada en castellano, por ediciones RIL).

Capítulo 14
La cuna de fuego, 1962.
Sun Axelsson

Al tercer día llegó Violeta y yo había estado esperando su llegada. La comida estaba lista, la carne hervía en su rica sopa que contenía muchas verduras exóticas: zapallo, porotos jaspeados (como si hubieran sido fallidamente teñidos) y el ají, el pimiento que, tanto maduro como verde, abundaba en todos los platos. Hacía mucho calor adentro y afuera. Me dolía el estómago, y para sentirme mejor tomaba, tras bien intencionadas sugerencias, pisco, el aguardiente chileno con gusto a uva pasa y abono. El pisco me alivió la existencia y calmó la inseguridad y temor de los primeros días.

Así fue que llegó con sus hijos. Violeta era repelente. Su cara parecía un paisaje volcánico y muerto, donde la viruela había cavado cráteres profundos. Los ojos eran diminutos y la nariz indianamente aplastada, la frente extrañamente abombada como la de un niño. Su cuerpo informe descansaba incómodamente sobre unas piernas escuálidas y cortas. Con su mano afirmaba la guitarra en forma amenazante y furiosa. Era pestilente, como olían las mujeres chilenas del pueblo, como si se perfumaran con grasa rancia de cordero.

Violeta tocaba la guitarra, escribía versos populares y componía piezas originales para guitarra. No sabía leer música y carecía de toda clase de formación, pero era un genio creativo, una urraca negra como el carbón, que se robaba el oro y la plata dondequiera los oliese. De la nada creaba obras maestras. Cantaba de una manera que no permitía que el oyente se escapara. Su voz era grave, ronca y casi gimiente, pero a la vez intensa y segura; tenía sobre todo magia y profundidades negras. Llenaba la casa entera hasta el borde, a mí y a todos los demás con sus conjuros y plegarias quejantes. Hacía desaparecer el entorno de tal manera que al final no se le podía esuchar más. Uno se llenaba de histeria, como si alguien, sometiéndote a un dulce tormento, te llevase hacia la locura. Yo estaba obsesionada por su canto y se me olvidaba el estómago, la sopa, su fealdad y olor asqueroso.

La niñez de Violeta había sido breve. Entre muchos hermanos era la más pequeña y la más reprimida. La familia había sido siempre paupérrima. La madre era indígena y el padre un profesor primario de origen español. La madre se había casado cinco veces. En Chile la Iglesia toleraba sólo un matrimonio, pero es posible casarse y separarse por lo civil pagando a un abogado que certifique que uno no vivía en el barrio señalado al casarse. De esta forma todo es declarado nulo. Pero la madre de Violeta no había pagado a ningún abogado. Había dejado simplemente a sus maridos, buscándose otros, tal vez mejores. La familia casi siempre se había sostenido con lo que cosía y reparaba la madre con el único bien de algún valor que poseía: una máquina de coser. El padre de Violeta era bebedor y murió de tuberculosis, destrozado por esa mujer que hechizaba a niños y hombres, a todo el mundo. La madre de Violeta lo había llevado del hospital de la ciudad en sus brazos, atravesando calles y transeúntes boquiabiertos, hacia el domicilio que estaba a cuatro kilómetros de la ciudad. Él estaba liviano como una pluma y quería morir en su cama. Violeta le había tocado y cantado las palabras que había captado de las ancianas durante los velorios. Luego ella misma comenzó a cantar en velorios, en el «velorio del angelito». Cuando un niño se muere en el campo chileno, se le viste de seda blanca, se le colocan palitos en los párpados para mantener abiertos los ojos, se le adorna la cabeza con flores y se le sostenie en una mesa decorada como altar. Luego salen los hombres a caballo para invitar a sus amigos a la vela. Cuando todos están reunidos, una mujer canta «a lo divino», y los demás se unen al coro. Se canta, baila y bebe toda la noche para inducir a Dios que deje al «angelito» subir al cielo y le dé al niñito una rosa para cultivar en el huerto celestial. El niño, «el angelito», está inmaculado y blanco como la nieve hasta cumplir cinco años. Luego aparece el Tentador y le enseña a pecar. Entonces el niño tiene que pasar por el purgatorio. Los velorios podían prolongarse por varios días, para alegría de todos. Los niños pintaban con hollín las caras de los que se dormían. A veces los vecinos venían para pedir prestado «el angelito», el cadáver de niño, para tener un pretexto para celebrar. Durante la estación calurosa del año, y sin conocimientos de embalsamamiento, podía pasar que «el angelito» no llegaba a Dios padre en el estado originalmente pensado. Esta costumbre, tal como muchas costumbres populares en Chile, sabía aprovechar muy bien los ritos católicos, pero preservando las tradiciones antiguas para no dejar de lado ninguna.

Violeta recorrió muchos lugares con su familia, contrajo la viruela, estuvo a punto de morir, pero revivió y se casó tres veces. Sin embargo, golpeaba tanto a sus maridos que estos pronto huían. Fue un poeta el primero en hacerle ver el talento que poseía. Le había escuchado cantar el canto y baile popular chileno «cueca», y había prestado atención a la letra curiosa que cantaba. Eran canciones que ella había aprendido durante su niñez de boca de mujeres y hombres ancianos. La cueca consiste en coplas rimadas en el segundo y cuarto versos. A menudo son aforísticas, casi un Hávamál, pero con elementos bíblicos y de mitología indígena. La cueca se usaba tanto para fines religiosos como profanos. Se dice que el canto de los pastores de las alturas andinas, que rara vez alcanzaba conocimiento público, está emparentado con el canto gregoriano, cuyo contenido religioso ha sido popularizado y la Biblia reinterpretada para uso popular, práctico y no metafísico.

Las canciones de Violeta no habían sido transcritas. Recién se había despertado el interés por el folklore nacional, y se reconocía su valor debido a que algunos europeos de rango también se habían rebajado a interesarse por él. En realidad luego degeneró en una entretención para la alta sociedad, y se olvidó a dónde pertenecía. De un momento a otro, la cueca se transformó de algo vulgar y detestable al tesoro desenterrado de Chile. Infló el nacionalismo y fue aprovechada por todos. Los políticos de izquierda la usaban en sus campañas electorales, y los derechistas la cantaban en sus salones, y Violeta era requerida de todos lados. Se convirtió en una estrella. Se hicieron grabaciones gramofónicas y se copiaron letras y notas. La subieron a altos estrados y se le colgaron vestidos finos. Luego se dieron cuenta de que era mejor que se quedara con su fea cara india y su pelo trenzado. Cuanto más simple mejor. Una sola competidora amenazaba a Violeta. Era una cantante formada que cantaba las canciones generalmente brutas, obcenas y rellenas de sabiduría popular con una voz que habría servido mejor para una suspirante Aida. Violeta era primitiva, salvaje y espantosa. Además era fea y mezquina, pero no tardó en vencer a su competidora.

Partió a París y buscó trabajo en una boïte, pero fue rechazada a causa de su forma de ser y su apariencia extrañas. Fue al siguiente bar donde ocurrió lo mismo, hasta que una noche simplemente se sentó y cantó sin que nadie la hubiera invitado. Hubo que correr a los clientes a primera hora de la mañana. Así tuvo trabajo y se quedó en París hasta que recibió la noticia de que la hija de un año que había dejado en Santiago a su partida, había muerto. Entonces regresó y tomó la decisión de ser una buena madre. Compró dos casas prefabricadas de madera, una para su vieja madre y otra para ella misma y sus hijos.

Ahora estaba sentada en la silla y tomaba vino, cantaba y contaba. Súbitamente se levantó y puso uno de sus discos. Quería que yo aprendiera a bailar la cueca, la danza nacional de los chilenos. Se agita un pañuelo en la mano, se da vueltas a pasitos menudos, al mejor estilo rococó, mientras el hombre, también pañuelo en mano, da saltos como un gallo loco frente a ti, hace arremetidas amenazantes, gira coquetamente hasta hacerte sentir atrapada y sonríe insidiosamente por sobre el hombro. Este baile da una impresión decididamente femenina. Hombre y mujer mueven las caderas, dan pasitos menudos, hacen reverencias, dan giros y raspan el suelo con el pie. No calza con el contenido del canto ni con el estilo del chileno. Probablemente la danza proviene de los caballeros españoles de la época colonial, y fue mal imitada por el chileno, cuyas danzas habrían sido más animadas que las de los españoles, que bailaban contenidamente para no reventar sus pantalones de seda.

Violeta consideraba que yo tenía que aprender a bailar esta danza terrible. Me hacía beber más vino y pisco. Ella misma se iba emborrachando y enfureciendo más mientras peores eran mis resultados. Yo había crecido en los tiempos del swing y el rock. Me vino un fuerte dolor de estómago y tenía náuseas. Al final subí a acostarme. Violeta seguía vociferando en la planta baja. Los niños habían sido enviados a casa y yo podía oír sus garabatos resonar en la casa. Finalmente subió a mi cama, me forzó a tomar más pisco y quería hacerme continuar el baile. Entonces yo ya tenía fiebre y vomitaba cada vez más. Finalmente empecé a desmayarme durante cada ataque y cuando volvía a despertar veía a Violeta, ahora vestida con uno de mis camisones blancos, con la melena negra suelta, como un ángel malvado inclinada sobre mi lecho mientras gritaba «¡hay que bailar la cueca!» Me sentía como «el angelito», para cuyo velorio ella demoníacamente repicaba las campanas. Como si por simple costumbre me tomara por muerta y me estuviese preparando para las delicias del reino celestial.

Al final mis anfitriones volvieron a casa y me salvaron en el último momento. Llamaron un médico y pronto estaba yo bamboleándome por la ciudad en un taxi destartalado camino a un hospital. Violeta se había dormido en el suelo, enredada en su pelo largo y con la guitarra estrechada contra el pecho.

Mucho después la fui a visitar otra vez. Entonces había abandonado a sus hijos. Su propia madre había trasladado su casa de madera hasta un paradero desconocido. Estaba buscando a su último «marido». Violeta vivía en el centro de Santiago en un pequeño apartamento de una sola habitación. La puerta estaba siempre abierta y afuera había clavado un gran anuncio en que decía que en su habitación todos los días se daban clases de cueca. Cuando llegué, ella estaba acostada, pero pronto se levantó y se envolvió con periódicos. Después me ofreció vino y se puso a cocinar. Me contó de su último amor, no correspondido, del deber de un artista de vivir solo y por su arte, libre y anárquico. Estaba escribiendo un libro que iba a describir en verso al pueblo de Chile y su historia, pero resultaba que sólo trataba de Violeta. También había comenzado a crear objetos en cerámica, ingenuos pero hechos con gran habilidad, y también tocaba sus últimas composiciones, anticuecas, completamente modernas en su estilo. Estando todavía yo en la habitación, vino un agregado cultural de La Habana a invitarla a cantar. Violeta lo recibió vestida de periódicos, sudorosa y fea, pero el cuarto ardía con su resplandor. Todo lo que tocaba de sustancia artística quedaba marcado por su singular talento natural. Todo lo demás estaba para ella perdido: hogar, hijos y amor. No era estimada, más bien temida y odiada, pero en el instante en que comenzaba a cantar, se olvidaba su persona y se escuchaba algo que estaba por fuera y por encima. Se escuchaba la verdad que emergía de su destino tan caramente pagado. Cuando partí Violeta me dio este poema:

Mas van pasando los años,
las cosas son muy distintas:
lo que fue vino, hoy es tinta,
lo que fue piel, hoy es paño,
lo que fue cierto, hoy engaño.
Todo es penuria y quebranto,
de las leyes de hoy me espanto,
lo paso muy confundida,
y es grande torpeza mida
buscar alivio en mi canto.

Han visto la mantequilla,
dicen de que’s vegetal,
y que de leche animal
fabrican la mostacilla.
Las líneas de las chiquillas,
desmáyese el más sereno,
que lo que miran por seno
no es nada más que nilón.
Pregunto con emoción:
¿quién trajo tanto veneno?

Traducción del sueco: Hannes Salo y Jorge Jofré Ortega, 2018.